No son formas vacías estas esculturas de Mariano Gutiérrez, sino fruto y expresión –toda forma artística lo es- de una experiencia, de una impresión, de un sentimiento. (Siempre, primero es la emoción y luego la imagen, como primero es la memoria y después el olvido.) Esa experiencia, esa impresión, ese sentimiento con que la vida ha estremecido al artista
–escultor, poeta, pintor...- antes de ponerse a crear es lo que él trata de fijar en la madera, en el mármol o en el mural. Pues el artista no inventa al crear, sino que modela lo vivido dándole forma, color y luz –sí, también luz.
Pero las formas artísticas no solo “vienen de”, sino que también “van a”. ¿Y a dónde van estas esculturas de Mariano Gutiérrez? En arte, el punto de destino es siempre más dilatado, maravilloso y secreto que el punto de partida. Ocurre con un poema, con una melodía, con una escultura.
Van al sentido profundo de la vida, que puede esconderse en la imagen de una piedra sujeta entre las raíces de un árbol caído en las orillas de un río; la piedra no quiere cobijo impuesto y se afana por desprenderse de la fuerza que la amarra a una vida que no es la suya; la piedra que nació piedra quiere volver a ser piedra.
Van al sentido profundo de la vida que es el empeño por esconder la otra cara y postergar la hora más oscura. Ya el clásico lo decía: llamamos nacer al hecho de comenzar a ser una cosa diferente de lo que éramos antes; y morir, a dejar de serlo. Por eso contamos los días –lo dijo también un poeta clásico- en lugar de pesarlos.
Y el sentido profundo de la vida lo podemos encontrar bajo la rugosa corteza de un árbol, o en esa hierbecilla que se ha hecho un hueco en el cemento, o en el leño que se resiste y crepita en la lumbre.
Y en estas figuras humanas que pugnan por salir de los límites que las aprisionan, por desligarse de férreas ataduras y destinos inexorables, por desanudarse y volar.
La obra escultórica de Mariano Gutiérrez es el litigio entre la aspiración y el sometimiento, la luz y la raíz, el aire y la consistencia.
Es lo que a vivir empieza y lo que para estorbarlo se espesa, el vuelo contra el barro, la fuerza del abrazo contra la extensión del desamparo, la llamarada de unos brazos que desprecian el mordisco de la fiera, la desazón de unas posturas que no se resignan, el impulso vital y la tristeza que va por dentro –todos llevamos una- cuando la realidad ahoga al deseo.
Las esculturas de Mariano Gutiérrez son una fuerza contra lo que el filósofo llamaba “la capacidad del olvido”, una invitación a cerrarle las puertas y ventanas a la inercia, un asidero al que pueden agarrarse nuestros ojos para contemplar cómo la vida se desvive por revivirse.
Al fin y al cabo, ¿qué es el mundo sino eso, un continuo nacer y renacer? Ya el poeta Juan Ramón Jiménez lo expresó mejor que nadie a propósito del mar: Parece, mar, que luchas / ¡oh desorden sin fin, hierro incesante! / por encontrarte o porque yo te encuentre. / Qué inmenso demostrarte, / en tu desnudez sola / -sin compañera... o sin compañero / según te diga el mar o la mar- creando / el espectáculo completo de nuestro mundo de hoy.
Exposición Villaricos 2009 David Fernández Villarroel (escritor)
jueves, 26 de noviembre de 2009
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